Hoy pensaba hacer una reseña del libro que me leí el jueves pasado, y del que hablaré mañana en la tele, D.m., "La importancia de las cosas". Es un momento providencial, además, puesto que estoy inmersa en la más rigurosa limpieza de mi cuarto que nunca haya acometido (es un efecto secundario de la tesis, me temo) y me he dado cuenta de hasta qué punto soy "cosista" (vocablo acuñado por Neruda, según nos explicaron en la visita a una de sus casas en Chile)... vamos, que he atesorado una grande cantidad de cosas inútiles y ahora tengo que desprenderme de la mayoría.
Pero todo ha quedado barrido por la noticia que he recibido en un sms madrugador: al padre de una amiga le dió anoche un infarto cerebral y está en el hospital. Los médicos hablan de un daño irreversible y le dan horas de vida, a lo sumo días.
De repente, nada tiene tanta importancia: es el primer efecto de una noticia así. Lo comprobé hace tres meses con la muerte de Sara, la hermana mayor de otra amiga muy querida. Cuando te enteras, todo lo que hasta ese momento te parecía crucial pasa a convertirse en un entretenimiento, nada serio.
Lo principal ahora, claro, es rezar. Y no puedo evitar que todas mis reflexiones de esta mañana vuelen junto a Mar, que está en casa, con su familia, esperando.
En este contexto, leo un artículo de Tony Anatrella en el último número de la revista "Humanitas", el 54, que acaba de llegar hace un rato. El artículo habla de esos seres imprescindibles que son los abuelos ("El rol de los abuelos en el desarrollo afectivo de los niños", se llama, y está en las páginas 324 a 332). Y el último epígrafe lleva ese título luminoso que he usado yo para esta entrada, y contiene esta explicación que hoy, para mí, trae resonancias especiales:
"La relación amorosa, al igual que la relación filial y con los padres, se basa en la angustia de la separación. Esta angustia comienza con el temor a estar separado de los padres, de perderlos como "Pulgarcito", el temor de las separaciones en el momento de la adolescencia, el temor de perder el objeto del amor y la inquietud de la separación final de la muerte. Nos humanizamos sabiendo tratar la angustia de la separación al aprender a vincularnos con los demás y a comprometernos en un juramento amoroso."
De niña, cuando nos dejaban con los abuelos en vacaciones, yo sufría la angustia de la separación. Recuerdo preguntar a la abuela por qué me costaba tanto separarme de los padres, y en cambio mucho menos separarme de ellos, de los abuelos, y volver a casa. Ella me explicaba: "Es que como se quiere a los padres no se quiere a nadie... son cariños distintos."
A ellos, a los abuelos, también los quise tanto que la separación definitiva -en este mundo, porque creo que nos volveremos a encontrar- es el momento en el que cifro el final de mi infancia. Era mayor, lo sé, pero mientras ellos vivieron fuí una niña eterna.
¿Y no me cuesta tanto emparejarme por ese miedo a la separación definitiva? A perder el objeto del amor, sí, pero sobre todo a amar de verdad y tener que separarnos...
El cielo, ese lugar donde ya no hay ausencias. Es una de las frases más bellas de Blanca Gª Valdecasas, quizá también porque es de las más verdaderas.
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