Se llama Emilio, acaba de cumplir 40 años y es sacerdote. Apenas lo veo, aunque a veces recibo correos suyos destinados a un grupo de amigos, y me alegra que siga incluyéndome en ese grupo.
Hace algunos años, pasamos unas semanas intensas, preparando un mini-congreso (o sea, un congreso para niños, por si alguien piensa que la expresión define un congreso muy pequeño). Había que planear actividades varias que distrajeran a un grupo de casi cien niños, de entre 0 y 12 años, y encima, sin saber bien con cuántos monitores adultos contábamos. Eran, claro, jornadas muy intensas: tanto las de preparación como las preparadas. Había que estrujarse el cerebro y el corazón a tope, y además estaba el esfuerzo físico, nada desdeñable cuando de niños se trata.
Por la mañana llegábamos despejados, alegres, llenos de energía y de ganas. A medida que iba pasando el día, notábamos más el cansancio, y por la noche estábamos derrengados. No deja de ser el mismo esquema de mi vida cotidiana, de ahora mismo...
Emilio aclaraba la cuestión con unas reflexiones teológicas que me fascinaban. "La mañana es una promesa", decía sonriente, y yo ahora me acuerdo mientras conduzco camino al trabajo, dando gracias a Dios por el día que estreno, las caras que voy a encontrar, las letras que voy a leer, el trabajo gustoso. Luego, por la noche, celebraba la Eucaristía, justo antes de irnos a casa: culmen y cénit del día, una comprendía bien que la primera se celebró en el marco de una cena entre amigos, y el consuelo que proporciona descansar en el corazón de los amigos. A la salida, antes de despedirnos, yo le bromeaba: "La mañana es una promesa, y la atardecida es un cansancio." No se dejaba vencer, sonreía: "La tarde es un cansancio, y un cumplimiento."
No lo he olvidado.
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