Como tengo un hueco entre reuniones y gestiones (cuando salgo una mañana de la oficina vuelvo a experimentar la misma sensación que cuando de pequeña salía de excursión por Madrid con el cole) me acerco a una iglesia, a ver si hay suerte y está abierta, para rezar un rato.
En la puerta, sentado al sol sobre un poyete de piedra, un señor mayor rellena crucigramas. Le pregunto: "Está cerrada, pero va a abrir ahora mismo, a las once y media". Así que espero, de pie a su lado. A los pocos segundos, me tiende la mano en la que sujeta una pulsera: "Toma. Es la pulsera de moda, con el Padrenuestro escrito". Le doy las gracias, me la pongo en la muñeca, bromeo un poco. Al minuto, me vuelve a tender la mano con otra pulsera: "Es la mano de Santa Gema. El ojo se mueve: que no te dé miedo si lo miras por la noche". Me quejo: dos pulseras en dos minutos es demasiado. Piropea educadamente, como los señores de antes, lo del piropo es un arte que se ha perdido, ya nadie joven sabe hacerlo sin ofender. Para convencerme, añade a los piropos una pregunta:
-"¿Qué nos dijo Jesús?"
Titubeo:
-"¿Dad y se os dará?"
Me mira, defraudado porque voy a entrar en la iglesia y no sé eso:
-"Que fuéramos amables unos con otros, nos dijo. Anda, reza por mí, que me hace mucha falta."
Abren la iglesia pero no se mueve. El sacerdote me dice, bajito, mientras entramos:
-"Es terrible. A todas las mujeres les da pulseras".
(Así que cada mañana va a la iglesia pero no entra... se sienta fuera a resolver sudokus, o lo que sean, y a repartir pulseras a las mujeres que llegan)
Soy la única rezadora por poco tiempo. Enseguida entra una señora muy mayor, anciana. Deja el bolso en el segundo banco y sube al altar, donde acaricia al Niño Jesús como si fuera un niño de verdad, y besa los pies al Crucificado. Se acerca al ambón y lee la antífona del santo en voz alta, pero para ella: "Mi alma tiene sed de tí, Dios vivo", y luego lo paladea: "sed de ti... mi alma. Sed de ti tiene mi alma. Mi alma. Dios vivo. Sed de ti."
Creo que el Señor me ha traído hoy aquí para que aprenda a hacer oración. Porque desde la puerta de entrada, y con el único intervalo de la lectura en voz alta de la antífona, esta señora no cesa de repetir:
"Muchísimas gracias, Dios mío... muchísimas gracias".
Y esta es su oración, durante media hora. Reza un padrenuestro y un avemaría, también, pero el resto del tiempo, muy bajito, pero enamorada y convencida, musita su cantinela, que se me queda grabada:
"Muchísimas gracias, Dios mío, muchísimas gracias".
Yo también querría llegar a la vejez con esas palabras tan interiorizadas que me salieran solas, toda la sustancia de mi vida puesta ante el Señor, así. Vivir y morir repitiéndolo.
Cuando puedo, entro en las iglesias a horas "raras", esas en las que el templo está casi vacio.
ResponderEliminarEn esos momentos me es más fácil sentir el ambiente entrañable y de familia de la Iglesia
Me encanta y me da fuerzas
Precioso y cercano texto. Gracias¡
Gracias a ti, Miriam!! Tus comentarios son un regalo siempre, enriquecen lo que he escrito. Qué suerte que saltes a menudo la tapia de este huerto, y mejores lo que encuentras.
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